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Doce prósperas uvas

Faltan unos minutos para que los cuartos recuerden que doce campanadas anunciarán el nuevo año. Miro a mí alrededor y veo que todos preparan sus uvas para intentar, aunque sea un año, comerlas en doce segundos… una Nochevieja más, sé que no lo van a conseguir… Sin embargo, todos tienen un propósito de año nuevo, un deseo que quieren hacer realidad y por el que se desvivirán las dos primeras semanas. Todos anhelan algo, aunque directamente no sean para ellos, incluso los más atrevidos hacen una lista con lo que quieren cumplir y lo que quieren dejar a un lado. Yo era uno de esos, lo era hasta este año. Mientras todos continuaban pelando sus uvas, yo me regocijaba y en mi lista, este año, sólo había recuerdos felices… si, hice una lista, pero de agradecimiento.

Me di cuenta que mis navidades tenían su principal fundamento en el qué me regalarán este año, y se convirtieron en esas fiestas consumistas a las que los grandes mercados, mediante una tipificada publicidad navideña, inducen. Pero, mientras miraba a mi padre, recordaba su esfuerzo y, al observar a mi madre, veía la paciencia reflejada en su mirada. Ambos se desvivieron por mí dándome lo mejor que tenían. A su lado, mis hermanos, aquellos con los que he tenido disputas comparables a guerras civiles caseras y, a la vez, tan fugaces, que al día siguiente ya estaban olvidadas. En sus sonrisas veía el apoyo, los buenos y malos momentos que hemos pasado, y que, a pesar de las circunstancias y dificultades, aún nos mantiene juntos. Y cómo no, esa abuelita entrañable que recogía la mesa mientras todos preparan sus uvas… ella nunca se las come, prefiere ver nuestra cara de ilusión mientras nosotros seguimos las campanadas… su mirada de sabiduría me enseñó el valor de esta reflexión y me hizo aprender de mis errores. Me di cuenta que la familia era mi gran regalo navideño…

Los cuartos ya han terminado, suena la primera campanada, y me ha llegado un mensaje al móvil. Es mi mejor amigo. Me recuerda que un año más está a mi lado y por ello me da las gracias. La segunda campanada me hace recordar a la chica que me gusta y mi corazón da un vuelco. La tercera, me hace mirar hacia las copas de champán que hay en la mesa. Sé que soy una persona privilegiada por todo lo que tengo, y por ello, doy gracias a Dios. La cuarta, me susurra con sigilo que con esfuerzo se cruzan las metas que son marcadas; la quinta, que los sueños se cumplen, y la sexta, que no hay mal que cien años dure. Con la octava, me doy cuenta que lo errores nos hacen aprender, y con la novena, que las pequeñas cosas son las que más valor tienen. Ya solo quedan dos campanadas ¿qué más puedo aprender? Aprendí a terminar este artículo dándome cuenta de que el secreto de la vida es buscar tu felicidad en la felicidad de los demás y que, si hacía saber esto a los habitantes de mi ciudad, estas navidades serían diferentes. Las luces que adornan las calles, iluminarían sus vidas; el calor del hogar, calentaría sus corazones y, en esta ocasión, con la última campanada, habría cumplido el propósito que siempre he buscado: ser, sin más, feliz.

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