El primer rayo de sol, ese que despunta el día justo en el alba, no tardó en llegar a su ventana para iluminarle el rostro. Parecía impaciente por arrastrarlo de un mundo de ensueño a la realidad y así poder despertarlo con tan solo posarse sobre su mirada. El efecto fue inmediato: una ola de frescor mañanero mezclado con una templada gota de luz solar fue más que suficiente para espabilarlo. Miguel Ángel abrió los ojos. El día había llegado.
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