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Epistola de un difunto


¿Quién no ha pensado alguna vez en el día de su muerte? Yo nunca lo hice. Me asustaba la imagen de pensar que algún día dejaría de existir para siempre. La idea de la eternidad me aterraba tanto que preferí lo efímero, aunque me saliera más caro… y vaya si me salió… La gente piensa que cuando dejas de existir todos llorarán durante meses tu pérdida, que el mundo se detendrá al presenciar tu ausencia y que el luto marcará las vidas de tus allegados pero, ¿sabes qué? No es así. Paradójicamente, la vida sigue, y sigue sin ti. Esas personas continúan riendo de la misma forma que un día lloraron. Y, ¿qué hay de ti? Te conviertes en un recuerdo, una especie de sentimiento que viene y va, que viaja fuera de las barreras del tiempo y del espacio… cada vez más lento.


Tuve muchas oportunidades, ocasiones de vivir, de sentir, de amar… Creo que la vida es demasiado corta para terminar aquí, incomodo en una caja de madera ¡Suerte que no me quemaron! Odio tanto el fuego que creo que hubiera sido capaz de levantarme para protestar… y ojala pudiera. Es ahora cuando me doy cuenta de que me siento más vivo que nunca. Creo que todo este tiempo he sido un zombie, un muerto en vida que se limitaba a la rutina diaria y que dejaba escapar las grandes cosas por miedo ¡Qué cosas! Ahora pienso que el miedo no existe, lo valoro y lo veo como un enemigo invisible, y me doy cuenta de que todas esas barreras me las impuse yo mismo y culpé a otros, a los mismos que hoy siguen muertos, tan muertos como yo lo estuve un día.


La verdad es que si me dieran la oportunidad de decir unas últimas palabras, me quedaría callado. Lo mío nunca ha sido ser un buen orador, incluso creo que ni siquiera supe sincerarme conmigo mismo. Creo que la voz que escuchaba en mi mente era la equivocada. Tengo la sensación de que estuve obedeciendo al “yo” erróneo, y ¡qué curioso! Es ahora cuando sé quién soy, y ¿para qué me sirve? Tantos años de vida y aún no he encontrado cuál era mi propósito. Quizás es que no tenía ninguno. No lo sé. De lo que si que estoy seguro es de que respirar no es estar vivo, que no se llora cuando se está triste y se ríe cuando se está alegre, hay algo más. Hay un algo oculto, como si estuviera encerrado en una cofre invisible que todos lleváramos ¿Y la llave? Te preguntarás. La llave también la tenemos. Pero no somos capaces de abrir ese cofre porque el temor nos paraliza, la duda nos distrae y el mundo nos ciega. Y nos olvidamos de él, escondemos la llave y seguimos caminando. El tiempo sigue pasando hasta que llega un día en que, tendido en tu ataúd, te preguntas qué fue de ese cofre y qué había dentro. Sólo entonces, sólo en ese momento, te das cuenta de todo lo que desperdiciaste, y observas el camino que te limitaste a andar de manera automática y, en un borde de la vía, ves ese cofre cubierto de polvo ¡Es el mismo polvo en el que me convertiré! Entonces te das cuenta que dentro de él se escondía la verdadera razón de vivir ¿Cuál es? Te preguntarás. Yo no lo sé, no te lo puedo decir. Ahora, estoy muerto.

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