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Confesión a 6000 millas


Cerré los ojos y escuché el ruido del motor. Mientras cogíamos velocidad, mi corazón se aceleraba y mi cuerpo se sobrecogía. De repente, el estómago se me encogió al sentir cómo despejaba el avión. El vuelo había comenzado; ya no había marcha atrás. A medida que descendíamos, todo se iba volviendo más pequeño y pensaba en lo que dejaba atrás, eso sí, por poco tiempo… Sinceramente, me atemorizaba más pensar en lo que venía por delante: un mundo desconocido, nuevas personas y culturas, entornos diferentes y lo más asombroso: una gran aventura en su estado más virgen en la que me embarcaba yo solo. Muchos me consideraron valiente por ello. En absoluto lo era. Simplemente aproveché una oportunidad… sino lo hacía yo, otra persona lo haría… Así que no lo pensé dos veces. Era ahora o nunca.
Siempre pensé que San Francisco sería una tierra llena de los típicos americanos que vemos en las películas y envuelta en su clima más cálido y primaveral. Me equivoqué. Agosto ha sido un mes frío, la cuidad está poblada por una gran mayoría de filipinos y latinoamericanos y poco hay de película exceptuando el Golden Gate y sus empinadas calles llenas de ferrocarriles. Como siempre, los prototipos juegan una mala pasada a quien desconoce una realidad.
A pesar de sus nueve horas menos de diferencia horaria, supe ajustarme bastante bien a las costumbres de esta ciudad. Adapté mi tiempo a mis necesidades intentando configurar un horario de comidas y sueño típico de EE.UU. Sin embargo, el inglés se presentó como un gran hándicap para mí, un problema que, a día de hoy, siento que puedo superar con más facilidad. Gracias a mi breve estancia aquí, pude conocer otros lugares como Las Vegas, El Cañón del Colorado, Los Ángeles, Hollywood… todas esas ciudades de ensueño en las que en ningún momento de tu vida te imaginas que podrías ir, ni siquiera aún sabiendo que viviría en San Francisco durante este mes.

Visitar esta ciudad y todos sus alrededores ha sido para mí una de las experiencias más inolvidables de mi vida, un regalo que tengo que agradecer a todos los que, desde el principio, me han apoyado en esta locura, desde mis padres y mi familia, que tiemblan cada vez que menciono la palabra “viaje”, hasta a amigos como Sara Parrilla, que hizo un “sprint lingüístico” para enseñarme un “inglés express”, Crisis y Andrés, que velaron porque mis decisiones fueran acertadas y Ana Torrú, ya que sin ella creo que no hubiera podido estar donde estoy, a diez mil kilómetros de casa, de mi mundo, sumergido en la inmensidad de lo desconocido y aprendiendo que, cuando no limitamos nuestros impulsos y seguimos nuestros instintos, es posible ampliar y superar las fronteras del conocimiento y la imaginación para, así, llegar allá dónde nunca pensaste que podrías estar porque, como he aprendido aquí, en el
conocer lo desconocido está el conocerse a uno mismo. Esta es mi confesión.
Emilio Prieto.
San Francisco, California


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